Era forzoso ir allí; era necesario que ascendiéramos a la cima del Tupambay cerro situado en el departamento de Maldonado para ver los numerosos montículos de piedra que cubren su cima, pues, según suponía mi amigo, el joven arqueólogo José H. Figueira, aquellos montones de piedra debían ser tumbas charrúas.
A veces las ciencias tienen para mi el encanto que tienen siempre lo curioso y esta vez el encanto fue irresistible.
Si encontrábamos debajo de aquellos montones de piedra siquiera un fragmento de hueso seríamos los primeros poseedores de un resto de aquella raza indómita, de la cual ni aún uno solo de sus hijos fue esclavizado por el elemento civilizador.
Salimos, pues llenos de esperanzas halagüeñas esperando detenernos solo allá en la cima de aquel cerro, fin anhelado de nuestro viaje o excursión arqueológica.
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Después de detenernos algunas horas en la pintoresca villa de Pando, seguimos nuestra marcha al tardo paso de los caballos que tiraban de nuestra victoria.
Todos conocemos poco mas o menos el paisaje que ofrecen nuestros campos, y todos sabemos que son generalmente bellos, si bien pocas vces sorprendentes, inútil sería, desde luego, el que emprendiese describir los que a nuestra vista se ofrecían, tanto mas cuanto que las siluetas azuladas de las sierras, que desde Maroñas ya dejaron divisarse, nos abstaraían por completo, tal era el deseo que de llegar a ellas teníamos.
Poco a poco, a medida que nos aproximábamos, podíamos ir escudriñando los cerros y las colinas, cubiertas de blancas casitas, que forman los contrafuertes de la sierra.
¡Al fin llegamos!
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El sol estaba ya algo alto cuando emprendimos la marcha, cabalgando en exelentes caballos, trepadores de sierra, que nos había facilitado el Sr. Viera, estanciero de la localidad, y éramos guiados por su joven hijo, nuestro amigo Cesareo.
La ascensión no es allá muy difícil, . . . para los que saben montar a caballo; de mi se decir que aquellas quebradas tenían a mis ojos inclinaciones vertiginosas.
Soplaba un viento bastante recio a punto de tener que calarnos los sombreros del modo mas hermético posible y eso cada vez mas, pues aquel crecía en violencia a medida que ascendíamos.
A los dos tercios del camino el joven arqueólogo detuvo su caballo, sacó flemáticamente de su estuche unos anteojos, miró hacia la cima y nos dijo con gravedad:
_ ¡Ya los veo!
_ ¿El qué?
_ Los montículos.
Me puse los anteojos; no vi nada, pero con la convicción de un creyente le respondí:
_ Es cierto.
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Momentos después estábamos en la cima del cerro, a docientos metros mas o menos sobre el nivel del mar.
La cima del Tupambay es bastante arredondeada y los que lo rodean forman un cuadrado de unos ciento cincuenta metros de circuito mas o menos.
Nos bajamos y empezamos a desmoronar una de aquellas misteriosas tumbas.
Deshicimos seis u ocho pero . . . no encontramos nada . . . absolutamente nada.
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¿Tenía razón Figueira al suponer que aquellos montículos fuesen tumbas?
Si, pues el célebre explorador argentino Moreno, se había adherido a su opinión, pues, en sus viajes a Patagonia ese fue el modo que observó con que algunas tribus enterraban a sus muertos, colocando generalmente esas tumbas en las cimas o en las faldas de los cerros.
Aquellos montículos podían, pues, ser dolmens como los de las tribus patagónicas.
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Hablemos algo de las pretendidas tumbas.
Colocadas a una distancia de unos diez metros unas de otras, poco mas o menos y en cantidad que no bajara de doscientas se hallan alineadas en la forma que he indicado.
El aspecto exterior revela que las piedras que las forman son pórfidos cuarzosos de un pie a dos pies cúbicos, hace mucho tiempo que han sido colocadas allí.
Esto lo confirma el depósito bastante grande de detritos que han ido formando las aguas entre ellas; teniendo en cuenta la fuerte inclinación del suelo y la violencia con que la lluvia debe lavar toda la cima.
Después de deshacer algunos de aquellos dolmens, vimos que no ofrecían cavidad alguna que pudiera contener los huesos y que la tierra en que estaban colocados no era tierra removida. Inútil era cavar, pues algunos de aquellos montículos estaban colocados directamente sobre la roca madre.
¿Qué son pues aquellos extraños montículos? ¿Con qué objeto fueron construidos? ¿Enterraban los charrúas a sus muertos? ¿Será cierto como lo afirma Azara que hacían de ellos un bien mueble transportándolos siempre consigo? (1) ¿Preferirían echarlos a los ríos como acostumbran aún varias tribus salvajes?
Todas esas preguntas traen a la memoria las controversias de los tratadistas que de esta cuestión se han ocupado sin darle solución alguna.
Lo cierto es que nadie sabe como es que los charrúas enterraban a sus 1881la cima del Tupambay.
De los charrúas puede decirse lo que quizá no pueda de raza alguna. En ellos no solo se ha extinguido el idioma: ni siquiera queda un pedacito de hueso de la tribu mas belicosa de América!
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¿Qué son pues aquellos extraños montículos? Hay que volver a preguntarse.
Alrededor de ellos no hay ni un rastro de los indios, ni un raspador ni una flecha, ni siquiera un pedazo del típico silex, que siempre revela los campamentos indios.
Parece desde luego, que aquellos montículos fueron construidos con un fin conmemorativo, pues como construcción religiosa es dudoso creerlo, dada la opinión general de los tratadistas que suponen que los charrúas no tenían religión alguna, bien que haya quien afirme lo contrario.
Que fueron hechos por los indios no hay que dudarlo pues hace unos cuarenta años que de paso para el departamento de Minas, el ilustre naturalista Darwin tuvo ocasión de verlos consignándolo así en su obra Viaje de un naturalista alrededor del mundo o en el capítulo Estadía en Maldonado.
Nada dice sobre ellos el célebre naturalista, pues le fue imposible estudiarlos.
Pero lo que inmediatamente convence de que aquellos montículos han sido hechos por los indios es la magnitud de aquella obra inútil.
¿Quién sino ellos podían malgastar así el tiempo?
Esperemos, pues, que estudios mas completos nos den la solución del enigma.
Montevideo, abril 11 de 1881
Julio Piquet
Artículo publicado en La Razón, año V Num. 1020, pag. 2, cols.34.
Montevido, miércoles 12 de abril de 1882.
(1) La aludida afirmación pertenece al Padre Pedro Lozano, y no a Félix de Azara, como Piquet señala erróneamente.
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